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miércoles, 5 de junio de 2013

Pues sí, es Capistrano


por Jesús Moya

Ya que conocemos al casi desconocido San Luis de Tolosa en su altar de la iglesia de Santa Clara de Medina, digamos que ese altar forma parte de un cuarteto a juego, de estilo rococó, que sin ser cosa del otro mundo, da color a la gran nave gótica, más bien severa.
Ese buen efecto se debe a la disposición acertada : los cuatro altares, vueltos y orientados con la capilla mayor, en vez de ir adosados a los respectivos muros norte y sur. Visibles de un golpe vista, aprovechan al máximo una luz generosa.
Es verdad que el acierto venía impuesto, por estar el fondo de las capillas ocupado por arcosolios sepulcrales. Además, siendo las capillas de escasa profundidad, cada retablo se reduce a un lienzo al óleo del santo titular en su marco, historiado al gusto de finales del XVIII. Así lucen mucho más de lo que son, sin quitar importancia a la monumental capilla mayor
Al gran amigo de Santa Clara, don Antonio Gallardo, debemos el hallazgo de la procedencia romana de los lienzos, así como las fechas y costos de su adquisición (1779) e instalación (1782). El Libro de Caxa 1776-803 [1]

«hace referencia a un gasto de 3.213 reales abonado en dicho años (1779) por las ‘pinturas romanas’ para los cuatro altares de las cuatro capillas de la iglesia» «Se instalaron en 1782, suponiendo un gasto de 7.700 reales, o sea, más del doble de lo que costaron las pinturas» [2].

Y tanto. Las pinturas son francamente mediocres, mientras que la ebanistería rococó, bonita o fea, era laboriosa, y el pan de oro bien aplicado tampoco era barato. Representan a cuatro santos franciscanos: Santiago Apóstol y San Juan de Capistrano, las del lado del Evangelio; San Luis y San Antonio de Padua, las de la Epístola...
—¡Pero qué dice este hombre! ¿Santiago, franciscano?
Sabía que me entrarían por ahí. Pues sí, en cierto modo. Adoptado por la orden franciscana, con la leyenda de San Francisco peregrino a Compostela, que habría aprovechado para fundar en el Camino de Santiago varios conventos. Los franciscanos, custodios de la  peregrinación oriental a Jerusalén, exploraron también las posibilidades de la occidental al sepulcro de Santiago.
El mismo Gallardo resuelve un contencioso sobre la identidad del segundo titular, Juan de Capistrano, y no san Bernardino de Siena, «según creencia tradicional de la comunidad», amparándose en una anotación del mismo Libro de Caja, taxativa al respecto. «Una discordancia —añade— debida, quizás, a la poca claridad de los atributos» [3].
Y aquí no estoy de acuerdo, querido y admirado Antonio: «poca claridad». Más claro, imposible. El santo aparece tal como intervino en la decisiva Batalla  de Belgrado (1456), con la acrópolis al fondo, los turcos vencidos y los cristianos liberados dándole gracias. El Capistrano blande con la izquierda la tea de inquisidor (cosa que san Bernardino no fue), y con la diestra es abanderado de una enseña que se supone mostrar el Nombre de Jesús.
Este emblema el anagrama JHS en un sol radiante, éste sí fue diseño de san Bernardino, que lo llevaba siempre pintado en una tabla que mostraba desde el púlpito a la adoración de sus oyentes, repitiendo con san Pablo: «Al nombre de Jesús dóblese toda rodilla» (Filipenses, 2: 10). Lo que le costó un disgusto, cuando otros predicadores envidiosos de su éxito le denunciaron por idolatría. Fue su discípulo fray Juan de Capistrano, jurista de profesión, el abogado defensor que le saco del apuro, y en adelante él también fue propagandista del mismo emblema.
La confusión iconográfica Bernardino/Capistrano viene de antiguo. A sólo tres años de morir fray Juan de Capistrano, el Vivarini (1458) la resuelve ingeniosamente: en la bandera de la Cruzada que sostiene, en un repliegue asoma la figura de Bernardino mostrando su anagrama, JHS (Museo del Louvre). Aquí en Medina, el pintor romano se tire d'affaire poniendo una bandera roja, pero por lo demás no hay confusión posible.
Que tampoco sería muy grave, entre dos santos, al fin los dos franciscanos.  Mayor importancia reviste la apropiación que hicieron los jesuitas del emblema, hasta el punto de creer la gente que es original y propio de la Compañía de Jesús. Y es que entonces no había copirrait, ni  la propiedad intelectual estaba protegida.
No hubo por tanto equívoco en nuestro caso. Lo que sí pudo ser, pienso yo, es que el encargo de los cuadros al taller de Roma incluyera un san Bernardino, más acorde con la tradición de la Casa. Aunque había ya uno de bulto, pero encerrado con reja en la Capilla de la Concepción. Y de Roma, por confusión, o mejor, para divulgar el culto al Capistrano, recibieron una imagen de éste. Eso sí, con un buen lifting, porque fray Juan murió a los dos meses de la batalla, a la edad de 70 años. Nuestro rejuvenecido franciscano viste el hábito gris de los observantes en aquel tiempo, y no luce la coraza guerrera que a veces le ponen encima, y que posiblemente revistió en algún alarde, como generalísimo en aquella cruzada.

¿Quién fue Juan de Capistrano (1386-1456)?
Si la pregunta se refiere a su personalidad, no lo sé, ni sé si alguien lo sabe.
Tampoco sé si este santo es hoy más invocado que san Luis de Tolosa, por ahí le andará. Sin embargo, en sus días fue famoso por toda Europa, siendo una de las figuras más movidas de su época.
¡Pero si es que no paraba en ninguna parte! Con la agenda a tope, iba y venía en olor de multitud, predicaba su sermón —o su adviento, o su cuaresma, según la importancia del lugar—, entraba en la polítiquilla local, mirando a la paz (sin descuidar la justicia); hacía su milagro, su exorcismo, su profecía... y adiós hasta pronto, porque le reclamaban de otros lugares.
El ya famoso Capistrano se hizo archifamoso a raíz de ‘su’ victoria que frenó temporalmente a los otomanos. La caída de Constantinopla (mayo 1453) había dejado a la cristiandad abatida, mientras los turcos avanzaban imparables por los Balcanes, amenazando a Hungría. Aquel suceso en Belgrado, aunque no fue un Lepanto, levantó los ánimos y animó a la orden franciscana a pedir para el héroe el título de ‘Apóstol de Europa’.
Volviendo a la pregunta, ¿quién fue Capistrano?. Leídas sus biografías oficiales y oficiosas, yo diría que fue una personalidad de diseño. Por lo demás, algo rara, extremista y bastante conflictiva, dentro y fuera de la Orden. Todo ello retrasó su canonización hasta 1690. No sería temerario decir que, humanamente, fue un maníaco. Los hay en el Santoral.
¿Santo? Depende. Si santo es el que se salva y va al cielo, eso Dios la sabe. Si santo es el que la Iglesia canoniza, eso sin duda. Si santo es el ejemplo de vida, la cosa cambia con los tiempos. Le tocó ser un santo de crisis. Nace en una Iglesia dividida por dos cismas, el nuevo de Occidente (1378), con dos papas, añadido al antiguo de Oriente; y siendo estudiante de Derecho se entera de que el Concilio de Pisa (1409) lo ha puesto peor, con un tercer papa, por cierto franciscano. El Concilio de Constanza resolverá el problema, pero sólo para cambiarlo por otro: quién es más, el Papa o el Concilio. Heridas cerradas en falso, porque la reforma de la Iglesia no se realiza, y la rebelión de Juan de Hus es sólo un aviso de lo que será la ruptura protestante.
Es lógico que, en semejante barullo, la Iglesia tuvo que tantear nuevos modelos de santidad. Uno habría sido Capistrano, hombre de acción, milagrero y agitador de masas, cruzado contra cristianos herejes y, finalmente, campeón frente al Turco. Perfecto.  
Dicho eso, para ser un santo ejemplar, a día de hoy, algunos rasgos suyos resultan chocantes, como vamos a ver.

Juan de Capistrano fue un italiano meridional del Abruzo, aunque su carrera de santidad la hizo más al norte. De origen hidalgo, y muy pronto huérfano de padre y madre, estudió Derecho y fue Juez de distrito en Perusa (1412). En tal oficio se señaló como recto, aunque a la vez ambicioso de hacer carrera mundana.
Un caballero perusino le ofrece por esposa a su hija única, con buena dote y la expectativa de una herencia opípara. Don Juan encantado, firma el contrato y promete celebrar la boda cuanto antes.
A todo esto, acosada Perusa por los Malatesta de Rímini, aquéllos designan al juez justo para negociar una tregua. Mas apenas pasada la puerta de la ciudad, micer Juan es hecho prisionero y encerrado en un castillo, para cobrarle rescate, como era usanza (1415). Logra fugarse, pero los grilletes le delatan, y esta vez se le mete en un calabozo de alta seguridad.
En plena desesperación, se le aparece un personaje muy enfadado, que le echa un rapapolvo por sus esperanzas mundanas, y le recomienda hacerse franciscano. Se supone que fue san Francisco de Asís en persona.
Perplejo se duerme, y entonces ocurre un milagro. Al despertar, el prisionero siente frío en la cabeza y se palpa el cráneo. Estaba pelado. Todo el cabello de arriba se le ha caído, dibujando una corona de fraile. Le durará toda la vida, sin necesidad de rasura. Aquella calvicie fue para él la prueba de la voluntad divina.
Él mismo, con la complicidad del carcelero, se corta y cose de cualquier modo un hábito a lo franciscano y emprende en la cárcel una vida de conversión.
La soldadesca del castillo se burlaba, creyendo que era estratagema para conseguir la libertad sin rescate. Pero intrigados todos, al fin traen a un fraile franciscano, quien certifica ser buen espíritu, y el alcaide le concede la libertad. Previo pago, se entiende.
Admitido en un convento como ‘donado’ (1416/17), finalmente se le permite hacer el noviciado.
Pero quedaba el problema de su compromiso, que la esposa reclamaba. Va al convento en persona. Fray Juan le exhorta a hacer lo mismo que él: que se meta a monja. Después de todo, el matrimonio no se ha consumado, y se puede disolver sin dificultad.
Convencida o no, el hecho es que la joven no sigue el consejo y se casa. Mira por dónde, de allí a poco contrae una ‘lepra’ que se la come viva, y muere en breve tiempo. Lepra podía ser muchas cosas, pero era nombre maldito, y decir lepra era decir castigo de Dios. Todo un alivio para el novicio converso sin medias tintas.
Hoy no estamos tan seguros de que aquello fue castigo divino. La mentalidad de entonces así lo vio. Y lo que es más recio, el propio santo dejó escritas expresiones  muy duras contra la desgraciada que fue su novia, reprochando la liviandad femenina de la difunta, en términos que hoy no son de recibo.
Dejemos aparte las milagrerías frailunas al uso. Se ha preparado una gran olla hirviente para desinsectar la ropa de los frailes, y al maestro de novicios se le ocurre mandar a fray Juan que meta la mano y le busque cierto pañuelo en el fondo, cosa que hace, y por santa obediencia no se quema. ¿No era eso ‘tentar a Dios’? Salta a la vista un rigor ascético exagerado, de esos que entusiasman a los autores de vidas de santos. (Para el caso, sigo la que escribió fray Juan Bautista Barberio, el postulador en la causa de canonización del Capistrano) [4].

Capistrano, inquisidor
Campeón de la ‘observancia’ franciscana, combate con saña a los fratricelos, rama observante extremista, que tomando al pie de la letra lo de que san Francisco fue ‘el otro Cristo’, debutó exigiendo a la Orden y a la Iglesia toda el voto de pobreza absoluta. Declarados herejes, derivaron en secta comunista expeditiva, gente peligrosa. Fray Juan obtuvo nombramiento de inquisidor especial contra ellos, aplicando todo el rigor del Santo Oficio a los que no se rendían a la santa palabra (1418).
A vista de tanto celo, Martín V le nombra Gran Inquisidor contra todas las herejías. O no todavía. Porque este papa muere (febrero, 1431), según leo, casi en brazos de fray Capistrano. Al cual, la misma noche, saliendo de la alcoba pontificia, se le atraviesa una exhalación o cometa con un letrero en la cola que decía: «Non videbit lucem surgentis aurorae» (No verá la luz del amanecer). El santo se lo contó al Cardenal de Venecia, anunciándole que sería el nuevo papa, Eugenio IV.
Ya tenemos al predicador-inquisidor en una primera misión a Rieti. ¡Pero en Rieti no hay fraticelos, no hay herejes! No importa. En Rieti, como en toda Italia, hay bandos, y fray Juan de Capistrano hace a todo. Será otra de sus especialidades, poner paz entre ciudadades, entre familias,  o entre las ciudades y sus señores y sus obispos.
Entra el hombre santo en Rieti, y en la plaza es recibido en olor de muchedumbre. De pronto se hace un revuelo. Dos paisanos riñen, y uno de ellos con un hacha parte la cabeza del contrario. Fran Juan acude, recoge los sesos esparcidos por el suelo, los mete como puede en el cráneo estropeado, y en un decir ‘Jesús’ el herido quedó como nuevo. Esas cosas impresionaban.
       Como inquisidor, su rigorismo rayó en lo fanático, defendiendo máximas como ésta: «Castigar los crímenes por la causa de Dios no es crueldad, sino piedad». Un poco fuerte, habida cuenta de que el castigo a menudo era la hoguera. También ponía mucho énfasis en confiscar los bienes de los impenitentes y relapsos, a beneficio del erario Apostólico y para la guerra santa contra el Turco.

Capistrano y los judíos
El magnetismo del fraile llamó la atención de la reina Juana II de Nápoles (1423). Un predicador así le venía bien para atacar un problema endémico: la usura. Decir ‘usura’ o ‘judío’ venía a ser lo mismo, aunque la ecuación fuera falsa.
En ello estaba, cuando le llaman de urgencia a su país, a L’Aquila: San Bernardino de Siena está preso, acusado de idolatría por aquellos carteles con el JHS.
Gracias a eso, y a la influencia que muchos judíos tenían sobre papas, cardenales y príncipes, como prestamistas y médicos sobre todo, las juderías de Nápoles y Roma no salieron mal paradas.
En tierras nórdicas, en Silesia, la cosa fue bien distinta. En Bratislava el Gran Inquisidor tuvo noticia de que los judíos practicaban crímenes rituales de rigor.
A un campesino le persuadieron para que hurtara del sagrario nueve  formas consagrada, que le compraron. En casa abren el envoltorio y ciegos de ira las azotan con varas, hasta que las hostias sangran sobre el paño.
Capistrano hace detener a todos los judíos de las ciudad y les somete a tormento, hasta que denuncian a los cabecillas.
En el proceso aparece un mujer, conversa del judaísmo, la cual denuncia a los mismos judíos por haber arrojado al fuego una hostia consagrada, que como de costumbre salió volando. El milagro, según ella, produjo la conversión de una anciana judía, a la que asesinaron y enterraron en la casa. También denunció la crucifixión de un niño, cuya sangre fue repartida por las sinagogas.
El santo llegó a la conclusión de ser todo verdad y entregó al brazo seglar a 41 judíos para ser quemados. Temiendo igual suerte, el rabino se ahorcó y muchos le imitaron. El rey Ladislao, por consejo del santo, decretó la expulsión general de judíos del reino. Pero ya antes su padre, Alberto, por complacer al inquisidor había encerrado a 2.000 judíos y los abrasó dentro. 
Fray Barberio y otros biógrafos cuentan con regodeo esos castigos bárbaros, ejecutados por  ‘el brazo seglar’, que hoy ponen los pelos de punta. Como también alaban otra iniciativa del Capistrano:

«Y para preservar aquel país de este contagio, dispuso contra la voluntad de sus padres bautizar a los hijos que no pasasen de edad de siete años, y que se entregasen a cristianos viejos, por cuya diligencia corriese su buena criaza» [5.]

Sobre ello escribió un tratado que dedicó al rey Ladislao.  

Misión contra los herejes husitas (1451-1453)
El reformador eclesiático checo Juan de Hus, condenado en el Concilio de Constanza, murió allí mismo en la hoguera (1415). Una muerte lamentada por el papa Juan Pablo II, por su crueldad y por los conflictos que trajo. Porque si hubo husitas dispuestos a negociar, otros con las armas en la mano se hicieron temibles.
El papa Nicolás V confió la misión de los husitas tratables al cardenal Nicolás de Cusa y al inquisidor Capistrano. Pronto el primero se dio cuenta de que no podía contar mucho con el fraile. Mientras el de Cusa fue derecho a su objetivo, nuestro franciscano inició una marcha por etapas, deteniéndose en las grandes ciudades a predicar, hacer milagros y profecías, y recaudar fondos para fundar conventos de su Congregación observante.



La batalla de Belgrado
János Hunyadi (o Juan Corvino, h. 1400-1456), regente y gobernador de Hungría, era un militar bien conocido y respetado de husitas y turcos.
Ante el estupor de Europa, el sultán conquistador de Constantinopla Mehmet II avanzó por los Balcanes. Fuese o no Hungría su objetivo, Hunyadi lo tomó muy en serio y se hizo fuerte en Belgrado. De todos los príncipes, sólo él y el nuevo papa, el español Calixto III, postularon una cruzada. El papa envió como legado al cardenal Juan de Carvajal, asistido por fray Juan de Capistrano.
En 1476 el turco sale en campaña contra Belgrado. Acabado el invierno reúne en Rumelia un gran ejército «con numerosísima artillería fundida en la nueva fábrica de Cruchevaz, y servida por magiares, alemanes e italianos prácticos»[6] y en junio marcha contra Belgrado, cercándola por tierra con la tropa, y por el Danubio y el Sava con una flota de 200 barcos pequeños.
Capistrano con su verbo había logrado juntar una hueste numerosa, pero nada preparada: «cruzados plebeyos, labradores, artesanos pobres, clérigos rasos y frailes, estudiantes y aventureros de aluvión, enardecidos por el gran predicador franciscano y su equipo de frailes armados». Al frente de aquella tropa, el franciscano se pone a disposición de Hunyadi, cuyo ejército de 60.000 hombres tampoco era mucho mejor, salvo una élite de soldados alemanes y polacos.
La estrategia del militar y la fogosidad del septuagenario fraile hicieron el milagro. Hunyadi despejó el río de barquitos turcos, y aguantando el cañoneo entró en la plaza. A todo esto se sabía la llegada inminente del sultán con refuerzos y con sus temidos jenízaros.
Carvajal, que en su vida había visto lluvia de fuego como aquella, ordenó la retirada. Fray Juan se le enfrentó, y lejos de hacerle caso, metió también en la ciudad a varios miles de sus cruzados, acampados en la otra orilla del río.
El 21 de junio el sultán toma el mando para el asalto, y a la madrugada siguiente los jenízaros entran en la ciudad baja. Dispersados por las callejuelas, son masacrados. Con todo, la cosa se puso difícil para los cristianos, y el mismo Hunyadi estuvo dispuesto a negociar una salida honorable.
El anciano fraile no quiere oír hablar de ello. Se crece, se multiplica, derrochando valor, y a falta de artillería baña a los turcos en fuego de pez y azufre, ordenando arrojar toda madera combustible sobre el foso de la ciudadela colmado de enemigos.
Así levantó la moral de los cruzados, que hicieron gran sarracina. Con todo, la situación seguía siendo comprometida.
Hasta Capistrano tuvo su hora de duda, disipada milagrosamente. Mientras decía misa, una saeta vino a caer sobre el altar. En ella pudo leer en letras de oro: «Esto constans, Johannes» (‘¡Aguanta, Juan!’).
Por la mañana desplegó a su gente a la orilla del Sava, frente a lo otomanos en la otra ribera. Su idea de cruzar el río le pareció a Hunyadi disparatada. Capistrano corta la discusión, toma él solo el mando y se embarca. Su gente le sigue. Increíblemente, el enemigo retrocede, dejando tiendas, ingenios, armamento y munición. El combate cuerpo a cuerpo dura seis horas, con fray Juan en primera línea (“como Josué”), gritando a voz en cuello el Nombre de Jesús, apoyado en el bastón en forma de T que usaba.


—¡No vayas, padre, no vayas, es un suicidio!
—Yo he venido a lo que he venido, el que quiera huír, que lo haga.


La hagiografía épica no puede ignorar que, por suerte, una flecha había herido al sultán de gravedad en una pierna, por lo que mandó tocar a retirada. Había perdido 24.000 hombres y toda su maravillosa artillería. Dicen que desde entonces nadie se permitió pronunciar en su presencia la palabra ‘Belgrado’.
La misma épica asegura que los auténticos vencedores del gran Mehmet II fueron sólo 3.000, o en todo caso no llegaron a 5.000. Todos de Capistrano. Casi todo el gran ejército de cruzados no llegó a entrar en batalla. En cuanto a Juan, se dijo que su capa corta de observante quedó toda agujereada y maltrecha por los flechazos y golpes del enemigo, sin que por milagro uno sólo le tocase la túnica, y mucho menos la piel.
Por desgracia, los dos jefes heroicos se toparon allí mismo con otro enemigo invencible: la peste. Fray Juan sólo sobrevivió 78 días a su victoria. Para él significaba el colmo de sus afanes. Mirado humanamente, una gran suerte, porque su terquedad insumisa en la batalla no fue nada bien vista de su superior el legado Carvajal. Se le reprochó incluso el protagonismo, y el haberse apropiado en exclusiva el mérito de la victoria. Y todo ello paró en seco el primer empeño en proclamarle santo y mártir.
Juan de Capistrano, muerto en Croacia el 23 de octubre de 1456, fue canonizado por Alejandro VII el 16 de octubre de 1690. Una lista descomunal de mil y pico milagros registrados a favor del candidato no bastaron para merecerle ese honor hasta tan tarde.


Aquí  termina esta reflexión, inspirada en la vista de un simple cuadro de altar, sin el menor propósito de enjuiciar la figura que representa. Lo cual no impide decir, con todo respeto a él y a sus admiradores y devotos, que algunas actitudes suyas no suscitan hoy la aprobación que se les dio en otros tiempos.
El rigor inquisitorial y antisemita son repudiables sin paliativos. Parece increíble que quien más empeño puso en la imitación rigurosa de san Francisco, hasta dividir a la Orden, lo viera compatible con el cargo de Gran Inquisidor.
       El católico profesa que los santos canonizados por la Iglesia merecen culto, y que el culto de los santos es santo y bueno. Pero sabe también que personalmente nadie está obligado a distinguir con culto especial a este o al otro santo, allá cada cual con sus devociones. Todo ello sin perjuicio de reconocer lo que la santidad oficial tiene de propaganda, ni de aplicar a las vidas de los santos el método y la crítica histórica.
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[1] Sig. 87.01; Mª Rosa Ayerbe, Catálogo documental del Archivo del Monasterio de Santa Clara. Medina de Pomar (1313-1968). Medina de P., Santa Clara, 2000, pág. 602.
[2] A. Gallardo Laureda, “El Monasterio de Santa Clara de Medina de Pomar: Una visita en la actualidad”; en El Monasterio de Santa Clara de Medina de Pomar. Medina de Pomar, Amigos de Santa Clara, 2004, pág. 310.
[3] Ibíd., pág. 311.
[4] Gio. Battista Barberio, Compendio dell’ heroiche virtù e miracolose attioni del B. Giovanni da Capestrano. Alla Santità de N. S. Papa Alessandro VII. Roma, 1661.
[5] Epitome historial de la vida, virtudes y portentos de el Invicto y Glorioso Padre San Juan de Capistrano… por el Guardián y Convento de San Francisco de Madrid. 1691, nn. 26-27.
[6] G. F. Hertzberg, en la ‘Historia Universal’ de G. Oncken. Barcelona, Montaner y Simón, 1918, t. 18, pág. 418.




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