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martes, 23 de abril de 2013

Los Papas de Santa Clara

Jesús Moya



  La expresión ‘Papas de Santa Clara’ se puede entender de dos modos:

1. La serie de  papas que Santa Clara de Medina ha visto sucederse en su larga existencia de VII siglos: desde Clemente V (1305-1314), papa cuando se fundó el monasterio (1313), hasta el actual papa Francisco, un romano pontífice sin números romanos y de especial resonancia para un convento de clarisas.

2. Los papas que han tenido algo que ver con Santa Clara de Medina, los que han favorecido al Monasterio con privilegios y favores. Cosa que los pontífices hacían entonces  mediante bulas, breves y demás documentos diplomáticos. De ello queda constancia en el Archivo monástico, y estos van a ser nuestros ‘Papas de Santa Clara’.


Pero antes de entrar en ellos, alguno se habrá preguntado: «¿Y de los primeros,  ¿a cuántos papas ha conocido Santa Clara, en Siete Centurias?»

       Eso sólo Dios lo sabe. Porque no ha habido sólo papas, también antipapas. Por desgracia, ya en nuestra I Centuria de Santa Clara, concretamente en 1378, estalla el Gran Cisma de Occidente, con dos y hasta tres papas en disputa por la tiara, hasta 1417. La cristiandad anduvo dividida en ‘obediencias’, según los reinos y países, reconociendo unos a un papa y otros al rival, sin contar los estados neutrales o ‘indiferentes’.

Más aún, en 1417, cuando por fin el Concilio de Constanza da por resuelta la larga crisis, elegido Martín V –tras la renuncia voluntaria de Gregorio XII y la deposición o renuncia forzada de Juan XXIII–, todavía vivía enrocado en su Peñíscola el aragones don Pedro Martínez de Luna, llamado Benedicto XIII, defendiendo hasta el final su condición de papa legítimo. De hecho, tuvo sucesor en la persona de Gil Muñoz, que se hizo llamar Clemente VIII, hasta 1429, en que abdica y presta obediencia al papa Martín. Y este fue en rigor el final del cisma. Pues bien, el que fue ‘Papa Luna’ desde 1394 a 1423, todavía tiene valedores jurídicos, aunque para la Historia oficial es antipapa.

Por tanto, para calcular el número de papas en estas VII Centurias hemos de atenernos a la lista oficial de sumos pontífices, tal como figura en en las ediciones del Anuario Pontificio, o en placas de mármol en el pórtico de la Basílica de San Pedro. Esto nos da la cifra de 72 papas legítimos, que Santa Clara ha ido conociendo.
En cuanto a lo otro, será el Archivo de Santa Clara de Medina el que nos diga qué papas honraron a esta Casa con documentos varios. Los más importantes las bulas, seguidas de los breves. Más de medio centenar de estos documentos en su pergamino original constituyen una colección bien notable, que da fe de la importancia que tuvo Santa Clara desde su origen.

¿Qué es una bula? El tema de la cancillería papal a lo largo de los siglos es apasionante, y algo hablaremos de ellos en otra ocasión, explicando qué son las bulas y en qué se distinguen de los breves y otras yerbas. De momento baste decir que la bula, escritura papal en pergamino, se llamaba así por el sello de plomo con las cabezas de San Pablo y San Pedro y el nombre del Papa, unido al documento por un cordón de seda coloreada o de cáñamo. A veces el pergamino-bula carece de la correspondiente bula-sello, por accidente o por rapiña de coleccionistas.  Aun así, el Archivo todavía conserva una soberbia colección.



Papas de la Centuria I:

Clemente V (1305-1314)
Juan XXII (1316-1334)
Inocencio VI (1352-1362)
Gregorio XII (1406-1415)




Clemente V (1305-1314)

Santa Clara nace bajo este primer papa de Aviñón, el gascón Ramón Beltrán de Got,  que para conseguir la tiara se habría entendido con Felipe IV el Hermoso de Francia, en una serie de capitulaciones. Alguna tan impresentable como ejecutar la venganza del rey contra la memoria de su difunto enemigo el papa  Bonifacio VIII (1294-1303). 


En 7 de julio de 1304 muere en Perusa el santo papa Benedicto XI, probablemente envenenado. Ubicumque fuerit corpus, illuc congregabuntur et aquilae, reza el Evangelio (Mateo 24: 28; Lucas 17: 27); y así lo tenía ordenado Gregorio X, que a papa muerto, los cardenales se juntaran en casa del difunto para elegir sucesor.
«El cónclave se abrió el 18 de julio», precisa dom H. Leclercq, en involuntario juego de palabras (Hefele, Histoire des Conciles, 6/1, pág. 484). Y dice bien, porque el encierro bajo llave duró poco, aunque se necesitaron once meses para salir del empeño. Un cónclave de lo más abierto.
El Sacro Colegio estaba dividido. El cardenal Mateo Rosso lideraba la facción antifrancesa, pidiendo castigo ejemplar para los que, en nombre del rey Felipe IV el Hermoso, pusieron sus manos sacrílegas en la persona del papa Bonifacio VIII (7 de septiembre, 1303). De la otra parte, el cardenal Napoleón Orsini pidiendo amnistía y reconciliación de la Santa Sede con el Cristianísimo, el rey de Francia.
En pura verdad, el Mateo y el Napoleón se disputaban la tiara. Pero entre tanto alguien les minaba el terreno. El Vascón (gascón) Beltrán de Got, arzobispo de Burdeos y súbdito natural inglés, aunque adicto en su día a Bonifacio VIII, ahora por verse papa estaba dispuesto a capitular con el nieto de San Luis.
Mucho se ha escrito sobre tales capitulaciones, como si el Rey de Francia meciese en su mano como sonajero las Llaves de Pedro. Y no era para tanto. Verdad o no, el vasco/gasco salió papa en Perusa, Clemente V. El cual, como había hecho en toda su vida, siguió haciendo su santísima, no darle vueltas.
Clemente V no dependió de Felipe IV más que éste dependió de él. Accedió al proceso y liquidación de los Templarios –beneficiosa para el erario pontificio–, incluso derogó bulas de Bonifacio VIII que a nadie gustaban, sin tocar a las esenciales. Pero ni le pasó por la cabeza abrir proceso equivalente contra la memoria de su predecesor, hasta ahí podíamos.

       Otrosí, fue gran nepotista, que introdujo en la corte papal una facción gascona, capitaneada por su sobrino Beltrán de Got. En fin, fue el papa que dio el visto bueno al proceso inquisitorial  a los caballeros Templarios, trufado de irregularidades, que culminó con la supresión de la Orden militar en el Concilio de Viena del Ródano (abril de 1312). Faltaban sólo meses para la fundación de Santa Clara de Medina.
Clemente V inagura la sección de documentos pontificios de nuestro Archivo. No es lo que más desearíamos, una bula de aprobación y confirmación de la fundación, poniéndola bajo el amparo directo de la Santa Sede. No existe tal cosa, y seguramente nunca existió. Hemos dicho que Santa Clara de Medina fue en origen una fundación modesta, y tales bulas costaban un dineral.
Pero por algo se empieza. Lo que hay de Clemente es sólo copia de una bula suya emitida en Perusa (19 de noviembre 1305), a cuatro meses de su elección; bula de alcance general para todas la clarisas, dispensándolas de pagar contribución alguna a nuncios ni reyes. Era, pues, un reconocimiento al ‘privilegio de pobreza’ concedido a Santa Clara y sus hijas por la Santa Sede.
El documento, obviamente, era anterior a la fundación del matrimonio Velasco-Carrillo. Lo que hizo la comunidad fue agenciarse copia auténtica de un privilegio tan sustancioso (Pergamino 23, 29 de octubre 1322). Fue escribano apostólico Esteban de Gardaga, racionero de Fuenterrabía.
Lo que Santa Clara de Medina necesitaba con más urgencia era la famosa bula de exención general de tributos seglares. Aquella que decía... que decía... ¿cómo decía?: «cum a Nobis petitur quod iustum est et honestum...» ¡Pero si todo el mundo eclesiástico la tenía! Para conocerla no era preciso ni salir de Medina. Los frailes de San Francisco la tendrían, supongo. ¿Pero qué digo frailes? Hasta los clérigos del cabildo de las Iglesias Unidas de Medina la poseían, con el sello del propio Clemente V, depositada en la Parroquial de Santa Cruz, y allí sigue. Dice así:


CLEMENTE obispo, siervo de los siervos de Dios. A los dilectos hijos el Arcipreste y Cabildo de Santa María, San Andrés, San Millán y Santa Cruz de Medina de Pomar, iglesias que están unidas canónicamente a la diócesis de Burgos, salud y bendición apostólica.
Cuando se nos pide los que es justo y honesto, tanto la fuerza de la equidad como el orden de la razón exige que, por la solicitud de nuestro oficio, se lleve a debido efecto.
Por ello, hijos dilectos en el Señor, asintiendo de buen grado a vuestras peticiones, con autoridad apostólica confirmamos, y con el testimonio del escrito presente protegemos, todas las libertades e inmunidades concedidas a vosotros y a las mismas iglesias por los Pontífices Romanos nuestros predecesores, por privilegio o por otras indulgencias, como también las libertades y exenciones razonablemente otorgadas a vos y a las iglesias por la autoridad apostólica.
Por ende, a nadie sea lícito infringir esta página de nuestra confirmación, o ir contra ella con osadía temeraria. Mas si alguno presumiere de atentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios todopoderoso y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo.
Dadas en Carpentrás, a 30 de enero del Año nono de nuestro Pntificado. (= 1314).

Cambiemos clérigos por religiosas, iglesia por monasterio y poco más, y tenemos el texto correspondiente a las monjas de Santa Clara. Pero esto se hizo esperar. La fundación era bien pobrecica, como hemos visto, y no estaba para bulas, que costaban buenos dineros. Será como paso previo a la nueva dotación del monasterio por la viuda doña Sancha Carrillo, o Sancha de Velasco, cuando veamos estrenada la sección pontificia del Archivo con la apetecible bula de no pagar tributos, del Rey abajo.
Y eso será bajo el siguiente papa, Juan XXIIEl papa que se eligió a sí mismo’.
  
Lo veremos en próxima entrada.


martes, 9 de abril de 2013

Tramoya a lo divino

Algo más sobre el ‘Tabernáculo de la Paloma’                                               Jesús Moya




Desde mediados del siglo XIII, por iniciativa de la beata visionaria belga santa Juliana de  Cornillón (1192-1258), se promueve un culto especializado a la Eucaristía –fuera de la Misa–, que culminará en una fiesta nueva de las más solemnes del calendario: el Corpus Christi, con exposiciones y procesiones del Santísimo. El objetivo era reafirmar la fe en la presencia real de Jesucristo en el sacramento, concretamente en la hostia con que comulgaban los fieles. Presencia real que venía siendo negada por algunos herejes, en especial los cátaros, y que para muchos creyentes se reducía a mero símbolo sin sustancia.
En aquella nueva corriente de fervor eucarístico, la orden franciscana se acordó de un hecho portentoso que se contaba de Santa Clara de Asís. Cómo, en tiempos de la guerra del emperador Federico II para arrebatar Italia al Papa, una tropa mercenaria de cristianos y sarracenos al asalto del convento de San Damián (como avanzadilla de Asís) fue puesta en fuga por la santa abadesa, que les hizo frente sin más arma que el vaso sagrado con la eucaristía.
La leyenda en distintas versiones nos lleva a 1230 o 1234, esto es más de diez años antes de la visión de Santa Juliana, lo que daba a las clarisas cierta prioridad. Sea como fuere, el vaso eucarístico paso a ser el principal atributo en la imaginería de santa Clara, bien como píxide gótica, o más a menudo  como custodia barroca. Un anacronismo, sin duda, o si se quiere, actualización.
Actualización igualmente, fue en su día esa máquina tan curiosa de la que nos hablaba Antonio Gallardo en la entrada anterior: el tabernáculo o manifestador llamado ‘de la Paloma’, en el altar mayor de Santa Clara de Medina. 
Pero ante todo, ¿por qué ese nombre?

Se llama ‘Tabernáculo de la paloma’ por la que corona el dispositivo, posada sobre la cúpula y con las alas extendidas. Mejor que suponerla icono arbitrario del Espíritu Santo, debe interpretarse como ‘paloma eucarística’, de reminiscencia medieval y oriental.

       Mejor que cualquier descripción, veamos la máquina en funcionamiento:



El aparato se explica por sí mismo: una version multimedia avant la lettre del ‘Triunfo de la Eucaristía’. Prestemos otro poco de atención a esa auténtica joya de ingeniería sacra. Recordemos: el conjunto formado por el sagrario, relicario y tabernáculo se estrena el 23 de agosto de 1800, según documento del Archivo monástico:

«Se inauguró el nuevo tabernáculo, con su relicario y sagrario, todo dorado, por los que se pagaron 10.120 reales, siendo los diez mil por su coste y los 120 del viaje que realizó el maestro para tomar las medidas.»

‘El maestro’: ¿sabemos algo de aquel artífice, que el documento no nombra?
Recuerdo que la primera vez –hace ya ni sé los años– que vi funcionar el tabernáculo, en una demostración que nos hizo precisamente Antonio Gallardo, ante aquel despliegue de rayos solares de mentirijillas, lo primero que me dije: “¿Dónde he visto yo esto?”. En efecto, allá por los años 60, en la iglesia de Santa María de Güeñes lucía un aparato similar (yo diría que idéntico), capaz incluso de renquear merced a una cadena de bicicleta. (Debo añadir que el entonces párroco Sr. Barquín no tenía demasiado aprecio al ‘chisme’; pero dejémoslo así.)
 En busca de aquel tabernáculo, compruebo con desolación que, en las reformas traídas por el Concilio Vaticano II, al instalarse el altar de cara al pueblo, la máquina se retiró. Peor aún, en vez de guardarlo como pieza de museo, ‘desapareció’, junto con otros elementos ornamentales de la misma iglesia. Sólo pude ver en la sacristía la paloma –lo único que queda, al parecer– bastante apolillada la pobre.

Sin embargo, en la misma  sacristía de Güeñes queda una foto del mismo tabernáculo, que se me permitió copiar para cotejo con el de Medina. Sólo puestas juntas las dos imágenes se ve que son piezas gemelas hasta en sus detalles. Eso sí, Güeñes no era tan rico en reliquias como Santa Clara; pero hasta esa diferencia mínima, y el modo de resolverla, viene a demostrar una misma mano, o un mismo modelo.
El siguiente paso fue consultar los documentos de la iglesia encartada en el Archivo Histórico Eclesiástico de Vizcaya. Y aquí vino el enigma: en los libros de fábrica en torno a 1800 no hay mención alguna de nada que pueda corresponder a dicho tabernáculo. Más tajante aún: en 1818 consta que no existía. El correspondiente ‘Libro de Cuentas (1804-1869)’ no dice nada, pero al final veo inserta una hoja suelta que no deja lugar a duda:
El 20 de diciembre de 1818, el arcipreste párroco de Güeñes Rafael de Pereda Vivanco y el mayordomo Ambrosio de Ondazarros escriben a su obispo, que entonces era el de Santander, sobre

 “cómo dicha iglesia carece de muchas cosas necesarias para el culto, a causa de la irrupción de los Franceses, quienes instigados de un diabólico furor, despedazaron el tabernáculo” … Las obras “más urgentes son el tabernáculo, porque el que existe sólo es provisional; una lámpara”

Por lo que cuentan el cura y mayordomo, el gabacho saqueador se aplicó a conciencia, sin respetar vasos sagrados ni lápidas de tumbas. En consecuencia, piden permiso para remediar lo más necesario para el culto.
El obispo diocesano era el asturiano  Rafael Tomás Menéndez de Luarca y Queipo de Llano (1743-1819), natural del concejo de Valdés, canónigo magistral de Oviedo, y tercer obispo de Santander desde 1784. Enamorado de su diócesis modesta, no quiso cambiarla ni por el obispado de Méjico que se le ofreció en 1801, ni por el de Sevilla.
No toca aquí hablar de este varón tan íntegro como integrista, con sus toques de extravagancia y su aventura político-militar. Sólo recordemos que, en el alzamiento hispano contra Napoleón, Su Ilustrísima como jefe de la Junta de Defensa de la provincia cántabra se autonombró Regente, tal como suena, para levantar una fuerza de 14.000 hombres que comandó en persona. Y a buen seguro que el aguerrido obispo-mariscal, a imitación de su modelo el papa Julio II contra los franceses, los habría despachado de nuestro  suelo patrio con lo puesto, de no haberle derrotado ellos a él en Burgos. Pero a lo que íbamos.
Al tiempo de recibir la carta de Güeñes, al buen obispo sólo le quedaba medio año de vida para dejar en orden la diócesis. Su respuesta, por mano de su Vicario, no se hizo esperar: adelante con lo pedido.
Sin embargo, como digo, en la contabilidad de Santa María de Güeñes no he visto ninguna partida por gasto del tabernáculo, y el libro alcanza hasta 1869. Esto podía significar, o que no costó nada, porque alguien lo regaló, o bien que en todos esos 50 años no se hizo, cosa impensable. 
Y tanto. En 1864 publicó Juan B. Eustaquio Delmas su excelente Guía histórico-descriptiva del viajero en el Señorío de Vizcaya (Bilbao, Delmas, 1864), donde al hablar de este templo y su altar mayor dice (pág. 493):

«En este hay un tabernáculo mecánico muy injenioso, construido por un hijo del concejo.»

Alguien tiene que saber el nombre de este individuo, sin duda el mismo ‘maestro’ que había tomado las medidas para el tabernáculo de Santa Clara. Y digo ‘había’, porque entre los dos aparatos, el medinés lleva ventaja de casi 20 años a su copia encartada.
Por otra parte, veo que por el tiempo en que se hizo el Tabernáculo y sagrario-relicario para Santa Clara mediaba alguna relación entre este convento y gente de Güeñes. En noviembre de 1803 ingresa, y en diciembre siguiente toma el velo Ramona (Antonia) Palacios Mendieta, nacida en 1780, hija de Miguel Palacios Castaños y de Magadalena Mendieta Puente.
De momento es todo lo que se me alcanza.

Tramoya, catequesis, ideología
Ha sido gran suerte que el ‘Tabernáculo de la Paloma’ se haya salvado prácticamente intacto, por su mérito intrínseco,  y sobre todo porque nos acerca a mentalidades de otros tiempos.
Las máquinas en la iglesia han dado para todos los gustos. Los más severos dicen que lo mecánico y raro quita la devoción, y ponen como ejemplo el Papamoscas de Burgos o el Botafumeiro de Compostela. Sin embargo, en latitudes más al norte, y también aquí, han hecho gracia los autómatas, las imágenes articuladas móviles, los cuadrantes litúrgicos complicados, o también estos tabernáculos mecánicos, que algunos expertos relacionan con la tramoya del teatro jesuítico.
Teatro. ¿Y qué es la liturgia sin teatro?
Teatro jesuítico, vale; pero ya en la versión calderoniana de los Autos Sacramentales del Barroco, con la Eucaristía como tema cumbre de la Contrarreforma, con todos los recursos y efectos escénicos a su servicio. Así para La primer Flor del Carmelo, el autor don Pedro Calderón de la Barca especificaba:

                     «y una mesa con una tramoya en que parezca el Sacramento».

A partir de ahí, lo que ustedes quieran. No cuesta nada imaginar un final solemne, con elevación mecánica de una custodia radiante, entre nubes y fanfarria de órgano, hasta sentarse en su trono o tabernáculo, donde convertida en rueda pirotécnica deje impresión imborrable en la gente.
No es el caso del ‘Tabernáculo’ de Santa Clara, un ingenio más bien ingenuo, que en sus dos siglos de vida sigue practicando su peculiar elevación eucarística, ante la admiración reverencial y silenciosa de quienes tienen la suerte de contemplarlo.


jueves, 4 de abril de 2013

El ‘Manifestador de la Paloma’

Un tesoro raro de Santa Clara de Medina    
por  Antonio Gallardo Laureda
                         
Que el monasterio medinés de Santa Clara acoge numerosos e importantes atractivos para ser visitado es cosa que nadie pone en duda. Los hay que destacan por su valor artístico, otros por su curiosidad o rareza.
Uno de estos elementos curiosos es el espectacular y sorprendente manifestador que se integra en el tabernáculo del retablo mayor de su iglesia conventual. Es uno de los mejor conservados de España, manteniéndose en pleno uso y sin fallos, tan frecuentes en este tipo de artilugios. Se trata de un elemento añadido al retablo con posterioridad a la fábrica de éste y dotado ya del neoclasicismo imperante a finales del siglo XVIII.
El retablo en sí es genuinamente rococó, construido durante los primeros años de la década de los setenta de ese siglo y rematado en 1774. Fue encargado de su dorado y policromado el maestro batidor de oro vitoriano Luis de Gosti, quien estuvo trabajando en él durante el año 1775. Hay que reconocer que su trabajo fue magnífico ya que aún se conserva en excelente estado sin que haya tenido que sufrir restauraciones. Pero era un retablo al que faltaba el tabernáculo que hoy se admira, ya que éste se encargó más tarde.
Un documento fechado el 23 de agosto del año 1800 nos dice:

«Se inauguró el nuevo tabernáculo, con su relicario y sagrario, todo dorado, por los que se pagaron 10.120 reales, siendo los diez mil por su coste y los 120 del viaje que realizó el maestro para tomar las medidas.»

En realidad el tabernáculo y manifestador es a la vez un nutrido relicario. Enmarcadas por enlazados, se instalaron en él 206 celdillas, en cuyo interior se depositaron reliquias de santos y santas que suponen un gran muestrario de la corte celestial.
Se disponen sin aparente criterio, excepción hecha de las celdillas inmediatas al sagrario, reservadas para las más importantes, dándose numerosos casos en que una celda esté compartida por reliquias de dos o más santos.
Sorprende la existencia de alguna reliquia cuyo culto, aunque aún sin estar prohibido, sí que está desaconsejado por la iglesia, que prudentemente pretendió fuesen retiradas si no causaban trauma o escándalo a los fieles.
 En esta zona inmediata al sagrario encontraremos, entre otras y según se indica, sangre de Cristo, un trozo de la esponja utilizada en su pasión, un trozo del velo de la Virgen, otro de su sepulcro, una espina de la corona, un trozo de la cruz y otro de la columna a la que Jesús fue atado para su flagelación e, incluso, leche de María Santísima. Acompañando a tan excelsas reliquias hallaremos alguna de todos los apóstoles más una de santa Clara y otra del cilicio utilizado por S. Francisco.
     También llama la atención, aunque sea en zonas más alejadas, que compartan celda reliquias de santos tan dispares o tan alejados en el tiempo como san Antonio Abad y los adolescentes de Alcalá santos Justo y Pastor, san Jacinto y santo Domingo, san Ricardo y san Ciriaco, santa Petronila y san Mauricio, santa Celestina y san Oberto, san Ángel y santa Cándida, santa Engracia y san Zenón, santa Isabel y san Anastasio y otras parejas aún más curiosas.
     Sin embargo, pese al extraordinario muestrario de reliquias, el elemento más original de este gran tabernáculo es el artilugio conocido como “manifestador de la paloma”. Se trata de un conjunto de piezas compuesto por una cúpula rematada con la figura de una paloma (conocida como tal, aunque, al tener plumas en las patas, más parece un águila), un cilindro para colocar la custodia y varillas que imitan rayos solares, los cuales se despliegan mediante el accionamiento de un torno dotado de una soga sin fin, el cual hace que todo el conjunto suba o baje manipulando una manilla situada tras el retablo.
     Es un raro ejemplar cuyo funcionamiento resulta espectacular y profundamente emocionante cuando, rodeado de luces y olor a incienso, se realiza en el ambiente de una ceremonia religiosa. Las festividades de Santa Clara, incluida su novena, y la del Corpus son las fechas más señaladas para ello.