Páginas

miércoles, 22 de mayo de 2013

Ante el altar de San Luis de Tolosa


por Jesús Moya

Antes de dejar a Juan XXII, para pasar al siguiente ‘papa de Santa Clara’, recordemos otra relación suya menos directa con esta Casa.  
Me estoy refiriendo a un santo de un altar de la iglesia, al que el pontífice, en los inicios de su carrera, siendo todavía don Jacobo d’Euse, instruyó y trató familiarmente; y mucho después, muerto aquel joven discípulo y amigo, el que fue su profesor, ya como papa, tuvo la satisfacción de canonizarle.  
Aquel joven, fallecido a los 23 años como obispo de Tolosa, a una edad en que los clérigos apenas se ordenaban de diáconos y presbíteros, se llamaba Luis de Anjou, hijo de Carlos II el Cojo, rey de Nápoles/Sicilia, y sobrino-nieto de san Luis IX de Francia
No era, pues, la virtud del mozo (que nadie ponía en duda), sino su condición principesca de un reino feudatario de la Santa Sede,  la razón de aquella precocidad episcopal.  Con sólo 20 años, el papa san Celestino V le había concedido la administración nada menos que del obispado de Lyon (1294). Cargo que el sucesor Bonifacio VIII anuló el año siguiente. Sin embargo, bien pronto le nombra obispo de Tolosa (1296), por deseo del rey padre.
San Luis de Tolosa no se ofenderá si creo que, hoy en día y en estos pagos, es un santo poco conocido y muy poco invocado. Pasa con muchos. Pero, a diferencia de otros, éste da ocasión para recordar páginas muy interesantes de la Historia. Es lo que, en honor suyo, vamos a hacer.

Es bien sabido que el Papado, considerando feudos de su propiedad el Sur de Italia y Sicilia, para expulsar de la isla y de Italia a los aborrecidos emperadores germánicos Hohenstaufen, puso la vista en Francia.
Así, reinando en Sicilia, y de hecho también en Nápoles, Manfredo de Hohenstaufen, reñido con el papa francés Urbano IV, éste le excomulga y destituye, a la vez que invita al francés Carlos de Anjou, hermano del rey san Luis IX, a ocupar aquellos dominios (1265). Carlos vence y mata a Manfredo, y es investido rey y coronado en Roma como Carlos I (1266-1285). Sin reproche de la Iglesia, el francés hace cegar a los tres hijos varones de Manfredo, unos pobres chicos a su merced.
Ahora bien, Manfredo era él mismo un usurpador. El rey legítimo de Sicilia era, desde 1254, su sobrino Conrado II Hohenstaufen, llamado ‘Conradino’ (1252-1268), ausente en Baviera. El tío era sólo regente. Cuando el mal aconsejado muchacho monta una expedición a Italia, el francés la vence, y con la misma frialdad hace decapitar a Conradino en Nápoles, en la plaza del Mercado (20 de octubre 1268).
Con estos triunfos, ya Carlos sueña con conquistar Constantinopla y ser dueño del Mediterráneo, siempre con la bendición de la Santa Sede.
Pero, cosas de la vida, le salió un competidor que dio al traste con aquellas ilusiones. Pedro III de Aragón estaba casado con Constanza, hija y heredera de Manfredo. Razón de más (entre otras), para no ser tenido en cuenta por los papas. Porque también el reino de Aragón era, según ellos, feudo de la Iglesia, y por no reconocerlo Pedro estaba excomulgado. Además, ni las cortes de Aragón ni las de Cataluña estaban de acuerdo con aquella aventura mediterránea.
Pues bien, el 30 de marzo de 1282 estalla en Palermo la revuelta antifrancesa de las ‘Vísperas Sicilianas’, que dieron al aragonés la oportunidad de hacerse coronar como rey de Sicilia. La guerra entre Aragón y los Anjou será larga, y fatal para esta dinastía francesa tan mimada por los pontífices.
Carlos I tuvo como primogénito y heredero a Carlos II el Cojo (1254-1309), con el título de Príncipe de Salerno. Fue brazo derecho de su padre, que debiendo atender a sus dominios en la Provenza, le dejó al frente de los asuntos de Italia. En un lance de la guerra, el Cojo comete la imprudencia de enfrentarse a Roger de Lauria, almirante de la flota aragonesa-siciliana, y en la mismísima bahía de Nápoles cae en una trampa y  es hecho prisionero (junio de 1284). Llevado primero a Sicilia, al morir don Pedro de Aragón, su hijo Alfonso III, para más seguridad, le traslada a Cataluña.
El príncipe de Salerno, Carlos el Cojo, tenía entonces varios hijos legítimos  varones:

1. El primogénito Carlos Martel (1271-1295), destinado a la corona de Hungría, pero que muere en Nápoles víctima de la peste.
2. Luis de Anjou, o de Sicilia (1275-1298), o sea, nuestro San Luis de Tolosa.
3. Roberto (1278-1344), que heredará el reino como Roberto I el Bueno, o el Sabio. Está enterrado en la gran basílica del gran Monasterio de Santa Clara de Nápoles, fundado por él y por su segunda mujer, la beata doña Sancha de Aragón, o de Mallorca, hija de Jaime II. (La primera había sido doña Violante, o Yolanda, hija de Pedro III de Aragón y de Constanza de Hohenstaufen. Para que nos hagamos idea de por dónde iba la diplomacia matrimonial, sin perjuicio del deporte de la guerra.)
4. Felipe (1279?-1332), príncipe de Tarento y de Acaya, con otros títulos más bien vacuos, incluido el de ¡emperador de Constantinopla!
5. Ramón Berenguer (h. 1281-1305), conde de Provenza y del Piamonte.
6. Juan (1283-1308), destinado al sacerdocio.

El año 1285 desaparecen de la escena de este mundo varios actores principales:
En enero muere Carlos I de Anjou.
En marzo, el papa Martín IV. Le sucede Honorio IV, hasta 1287.
En octubre, Felipe III el Atrevido de Francia. Le sucede su hijo Felipe IV el Hermoso, de 17 años.
En noviembre muere Pedro III de Aragón. Le sucedió en Aragón/Cataluña/Valencia su primogénito Alfonso III (1265-1291); pero error o no, Sicilia quedó segregada para el segundo, Jaime (1267-1327), al que sucederá el tercero, Fadrique,  como Federico I de Sicilia (enero 1296), cuando aquél se convierta en Jaime II de Aragón (1291).

Recordemos de paso también aquí a la hija mayor de Pedro, Isabel de Aragón (1271-1336), casada con el rey Dionís de Portugal, y que al enviudar (1325) se retiró a su monasterio de Santa Clara y Santa Isabel en Combra, y en 1625 se convirtió en santa Isabel de Portugal.
(A la otra hija doña Violante ya la hemos visto como reina consorte de Nápoles, casada con Roberto.)

La muerte de Carlos I de Anjou planteó problema sucesorio, al estar el hijo Carlos el Cojo preso, y así no se puede reinar. Al Papado eso le preocupaba más bien poco, pues les venía mejor administrar y recaudar en aquellos feudos eclesiásticos, directamente o mediante legados y gobernadores. Al nuevo Carlos II no se le cocía el pan, por si al papa se le ocurría traspasar el reino a otra dinastía francesa, los Valois, sin ir más lejos. Las cortes de Aragón y de Cataluña, hartas de gasto y agresiones de Francia, también pedían un arreglo. Eduardo I de Inglaterra se ofreció de mediador.
 A un primer acuerdo se llegó en Barcelona (febrero 1287), cuando Carlos II se declaró dispuesto a renunciar a Sicilia.  Esta cesión irritó al papa, que lo anuló, y hasta se puso a recaudar un diezmo especial para lanzar una cruzada y liberar al cautivo. En ello estaba Honorio, cuando en abril vino a sorprenderle la muerte.
El cónclave sucesorio fue de lo más difícil: entre discordias y paludismo –seis conclavistas murieron y el resto salió de estampía–, la sede vacante se alargó cerca de un año. Cosa notable: sólo un cardenal se mantuvo impávido en su puesto, y otros siete que al fin tornaron le eligieron papa por unanimidad (febrero de 1288). Jerónimo Masci d’Ascoli (h. 1230-1292) no era un cualquiera. Había sido el octavo   ministro general de la orden de San Francisco (1274-1279), luego cardenal, y fue el primer papa franciscano. Nicolás IV, papa ejemplar, olvidado de sí mismo y deseoso de instaurar la paz en el mundo cristiano. Eso sí, con los Anjou en el Sur de Italia y Sicilia, mejor lo malo conocido…
En julio, los interesados llegan al Pacto de Olerón (Bearne), retocado luego más a gusto del papa. Alfonso de Aragón concedía a su prisionero una libertad condicional ante Dios, puesto que Carlos, bajo juramento:

1. Renunciaba de nuevo a Sicilia.
2. Se comprometía a volver a la jaula aragonesa, si en término de un año se rompía la tregua.
3. Pagaría a Alfonso 30.000 marcos de plata.
4. Como garantía y rehenes, entregaba a tres de sus hijos, junto con un séquito de 60 personajes de cuenta.

Todo con la mano puesta sobre el santo Evangelio. Lo cual cumplido, recobró la libertad (noviembre de 1288).
Sin embargo, una vez suelto Carlos, Nicolás IV le dispensó de aquellos juramentos. Y no sólo por la suprema ‘potestad de la llaves’, sino porque el único que podía admitir la renuncia a la investidura de Sicilia era el papa. De hecho, el año siguiente le investía y coronaba como Carlos II rey de Nápoles/Sicilia. Una declaración de guerra, que de hecho alargó el cautiverio de los príncipes rehenes, desde octubre de aquel año hasta noviembre de 1295.
Eran éstos Luis, Roberto y Ramón Berenguer, aunque otros ponen a Felipe. Su confinamiento fue casi todo en Cataluña. El mayor, Luis, tenía 14 años.
No imaginemos a los tres jovencitos arrojados al horno de Babilonia, o aherrojados en una mazmorra. Eran príncipes rehenes, en un sistema que blasonaba de caballeresco, y dentro de los límites de sus confinamientos hacían vida social.
Eran también unos chicos en edad de ser educados. Y aquí surgen problemas, respecto a la formación intelectual de nuestro san Luis y sus hermanos.

Del príncipe Luis a san Luis de Tolosa
Luis era provenzal y recibió su primera educación en Provenza. En las ‘Vidas de los papas de Aviñón’, a propósito de la canonizacion de Luis por Juan XXII, se dice que éste había sido maestro del santo: Jacobo d’Euse, maestro de los hijos de Carlos, Príncipe de Salerno.
De Juan XXII se contaron historias de todo tipo. La de la autoeleccióncon ser probablemente falsa, no es de las más absurdas. Peor las imposibles, como ésta, que también circuló:

Jacobo d’Euse, hijo de un burgués de Cahors y joven ambicioso, habiendo cursado en su país la Gramática y la Dialéctica, por consejo de un tío suyo se dirige a Nápoles. Su idea era estudiar Derecho, la carrera más prometedora, en aquel siglo. Hasta en el mundo eclesiástico, el jurista in utroque (Derecho Civil y Canónico), era tanto o más considerado que los mismos teólogos.
En Nápoles, el joven se confiesa con un franciscano, y de paso le pregunta por alguna residencia para estudiantes. «Pero que sea baratita, que voy justo de dinero».
El fraile le nota despejado, y pensando hacer buen fichaje le tantea: «¿Te gustaría ser franciscano? Yo te puedo proteger, y harías carrera.» «Mejor déjelo vuestra paternidad por ahora, el Señor no me llama por ahí.»
El confesonario franciscano era toda una institución. Estos frailes no inventaron la ‘confesión auricular’, pero la transformaron, de una ventanilla de penitancia tarifada –tanto he pecado, tanto debo, menos las indulgencias que aquí traigo–, en una terapia y guía de almas. Esto, para lo bueno. Fue también instrumento de exploración equívoca, de recluta descarada, y de oficina de empleo, como prosigue mi historia:
Aquel fraile tenía entrada en el palacio del señor Príncipe de Salerno, don Carlos ‘el Cojo’, todo el mundo le llama así. Tal vez allí tengan algo para él...
Pues sí, los tres principitos, Carlos Martel, Luisito y Roberto, flojean en los estudios, y no les vendría mal un pedagogo. «Ojo, hijo mío, no te hagas ilusiones. No una preceptoría propiamente dicha. Lo que buscan es sólo un repetidor de lecciones.»
Así es como Jacobo se costea los estudios de Artes, Teología y Derecho, se hace clérigo, y se le recompensa con algunos beneficios eclesiásticos. De sus tres pupilos, el preferido de don Jacobo fue Luis, el futuro san Luis de Anjou, o de Tolosa. Don Jacobo es ya como de la familia, etc., etc.
Bonito, ¿verdad? Tan bonito como falso. Por aquel entonces el principito Luis no estaba en Nápoles, sino en su Provenza natal. Y de allí pasó casi directamente al cautiverio. Más cierto es que el doctor (que no estudiante) don Jacobo d’Euse en Nápoles entró al servicio de los Anjou, y llegó a ser canciller de aquel reino, en tiempos de Roberto I, el hermano menor de Luis. De allí pasó a la cancillería papal de Aviñón. También con su chisme morboso, pero que no viene a cuento.
Lo cierto es que el futuro Juan XXII tuvo rara habilidad como jurista, y en la corte de Carlos II intervino con eficacia en el traspaso de derecho sucesorio de Luis a Roberto, por la razón que fuese. La versión oficial quiere que Luis tuvo vocación religiosa de franciscano, a disgusto del padre, y de motu proprio renunció a la corona. Perfecto. Como compensación, se le agenció la renta de la diócesis de Lyon, y más tarde la mitra de Tolosa. Pluscuamperfecto. Que en todo ello jugó la mano de don Jacobo. Perfectísimo. Todas las aulas regias medievales se rifaban a los hombres así.
San Luis de Anjou corona a su hermano Roberto. Capodimonte, Nápoles

Lo cierto también es que, en Cataluña, el piadoso príncipe Luis tomó contacto con franciscanos. Nada raro en la descendencia del rey San Luis IX. Sólo que estos franciscanos catalanes eran del ala  ‘espiritual’, digamos, franciscanismo radical, en la cuestión de la pobreza absoluta. La división de la orden a cuenta de ello alcanzó puntos de violencia y de cisma. Y el futuro papa Juan no verá nada bien a aquellos fanáticos de la pobreza, que hasta echaban en cara a la Iglesia de Cristo el apego al dinero y los bienes de este mundo.
Luis muere en 1298, en olor de santidad. El padre, y el agradecido hermano Roberto, instan la canonización, otro santo en la Casa.  
Su empeño en vestir el cordón franciscano había puesto en un brete a los superiores de la orden, ya en Cataluña, porque a Carlos II no le hacía la menor gracia. Mejor que frailes, clérigo, digamos obispo, cardenal a ser posible. 
Una vez libre, en  Nápoles, Luis implantó una pequeña comunidad franciscana en el Castillo del Huevo (1295). En todo el negocio, su agente bien pudo ser don Jacobo. El papa Bonifacio VIII impuso la condición de que vestiese el hábito sólo en secreto. Pero a lo que parece, fray Luis en Roma desafió al papa y al rey su padre, saliendo de Araceli en el Capitolio y paseándose por toda la ciudad en aquel avío.
Don Jacobo, una vez papa Juan XXII, no tuvo el menor inconveniente en inscribir en el álbum de los santos a su querido Luis, que sin duda alguna lo mereció.





viernes, 10 de mayo de 2013

Un saco sin fondo


El Catálogo del Archivo de Santa Clara                                               por  Antonio Gallardo Laureda




        Cuando la profesora de la UPV Rosa María Ayerbe Iribar y su esposo, ya fallecido, don Luis Miguel Díez Salazar, decidieron acometer la tarea de desbrozar, reclasificar y analizar el impresionante legajo de pergaminos, vitelas y demás documentos, casi sin orden (había, tan sólo, salpicadas aquí y allá, algunas notas manuscritas del magistrado medinés D. Julián García Sainz de Baranda, siempre dispuesto a desentrañar la historia de Medina de Pomar y de Las Merindades), que se guardaban amontonados en un archivo ferrado existente en la sacristía del coro alto de la iglesia del Monasterio de Santa Clara en dicha ciudad, ni siquiera sospechaban la magnitud de la tarea que habían decidido emprender.
Gracias a ellos y a la inquebrantable voluntad de doña María Rosa, quien continuó la labor tras la muerte de su marido, hoy contamos con un clarificador Catálogo del Archivo Documental de dicho monasterio de Clarisas. He sido testigo de la labor que comento, por lo que creo poder hablar con bastante conocimiento de causa.
El fruto de tan esforzados trabajos se recogió en un grueso volumen publicado el último año del siglo recién pasado.
No hay duda alguna que dicha publicación es, hoy en día, la fuente principal para conocer la vida cotidiana de este monasterio medinés, desde su acta fundacional, fechada el 11 de enero del año 1313, hasta fechas inmersas en el siglo XIX.
Sumergirse en los variadísimos contenidos de este archivo constituye una de las más sugestivas, por ingente que parezca, para cualquier aficionado a la historia.
Yo no soy tan osado, por lo que agradecí sobremanera a don Jesús Moya la publicación de un primer libro sobre el asunto y al que tituló “El compás de Santa Clara”, el cual siempre lo tengo dispuesto en la mesilla de noche, junto a la cama, ya que lo abra por donde lo abra siempre toparé con alguna curiosa referencia hacia la vida cotidiana de este gran monasterio medinés.
Setecientos años dan para mucho.
Quizás por esa poderosa razón, la Universidad de Burgos y el Ayuntamiento de Medina de Pomar han decidido que, al menos uno de los Cursos de Verano que, desde hace más de quince años, vienen organizando en la ciudad de los Condestables, gire en derredor del Monasterio de Santa Clara. Destacados ponentes tendrán a su cargo el estudio y desarrollo de diversos aspectos sobre la historia del mismo.
No se puede dejar pasar sin ruido la efemérides, entre otras razones porque es irrepetible, así que la Asociación de Amigos del Monasterio, el Ayuntamiento de Medina, varias Asociaciones de la ciudad y, en la medida de lo posible, los estamentos oficiales de la Comunidad Autónoma y muchos medineses, están buscando apoyos para que los fastos que se organicen con tal motivo tengan la brillantez que se merecen.
Algo sabemos sobre dichos proyectos, así que los iremos desgranando a medida que se vayan cerrando compromisos. No pierdan de vista estas páginas.




lunes, 6 de mayo de 2013

El Papa que se eligió a sí mismo


Los Papas de Santa Clara - Centuria Primera
Jesús Moya



El primer ‘Papa de Santa Clara’ –en el sentido que dijimos, de conceder al Monasterio bulas y privilegios– fue Juan XXII (1316-1334). Fue también el primer ‘Papa de Aviñón’, porque su predecesor Clemente V no tuvo su corte allí, sino en Carpentrás, que era la capital de aquel pequeño estado pontificio en la Provenza.
 Aquí es donde se inauguró el cónclave, muy reñido entre 23 cardenales a dos bandas, gascones y franceses frente a una minoría italiana, divididos también entre güelfos y gibelinos, más otras rivalidades personales de verdadero escándalo.
Por si fuera poco, la despensa papal se agotó y hasta se peleaban por la comida. La tensión estalló en julio, dicen que por un reyerta entre criados, más la irrupción de Beltrán de Got –el sobrino favorito del papa difunto– con su mesnada de gascones, pegando fuego a la crujía de palacio donde se alojaban los italianos, que huyeron en desbandada. Por poco no arde toda Carpentras. Así el cónclave se suspende por fuerza mayor, aunque también por culpa de los cardenales.
Dos años pasarán, hasta que los conclavistas vuelvan a reunirse, esta vez en el convento de los dominicos de Lyon (junio 1316). A todo esto, Felipe le Bel de Francia  había muerto (noviembre 1314), sucediéndole un pobre Luis X en apuros.
Si una intrusión violenta había interrumpido el cónclave, otra forzó el desenlace: Felipe II de Navarra, Conde de Poitiers y hermano del nuevo rey, en cuanto tuvo encerrados a los conclavistas, les anuncia que son sus prisioneros y no saldrán de allí si no sacan papa. Aun así, el negocio se alargó otros 40 días, hasta el 7 de agosto, en que sale elegido el Cardenal Obispo de Porto,  Jacobo d’Euse. Se llamó Juan XXII. Tenía 72 años, y bien que los representaba: un anciano, para su época.
¿Cómo se llegó a este acuerdo? La historia convencional dice que por unanimidad. Así lo anunció el propio papa en su primera encíclica a los reyes y príncipes cristianos, donde añadía: «Sacudidos de temor y temblor, vacilamos con vehemencia» antes de dar el sí.  Un gesto formulario casi obligado. 
Pero corrió otra versión muy diferente, caso único en toda la historia del Papado, e incompatible con esa expresión humilde. No pudiendo entenderse los electores, a la desesperada, nombran compromisario al viejo y caduco Cardenal de Porto. El cual dejó estupefactos a todos con esta salida, la que menos esperaban oír: «Ego sum papa».    
Esta versión del compromiso y «el papa soy yo»  la contó primero el historiador florentino Juan Villani, y por más que algunos digan que se la inventó, otros cronistas serios, como el dominico Chacón y el cardenal Baronio, la dieron por buena, o al menos creíble. Incluso parece que el autoelegido había andado por el cónclave todo doblado y renqueando sobre su bastón, haciéndose el achacoso y más viejo aún de lo que era, para engañar a los colegas y que salieran del paso eligiendo a un moribundo.  «Les engañó a todos», sentenciaba Chacón. En cuanto a Villani, lejos de denigrar a Juan XXII, es el cronista que más le alaba en todos los sentidos.        
Sea como fuere, ese es todo el alcance de la expresión que me sirve de título: El Papa que se eligió a sí mismo.


¿Quién era Don Jacobo?        
Desde luego, un hombrecillo enclenque y «tan feo como Zaqueo» (según el letrado Ferreto da Vicenza), pero estudioso, inteligente y tenaz, gran jurista. Sobre su cuna se dijo de todo: plebeyo, hijo de un zapatero, incluso zapatero remendón, según unos; para otros noble de alcurnia. Ni tanto, ni tan calvo, su padre fue un burgués importante de Cahors.       
Jacobo d'Euse hizo carrera por mérito propio, pagándose los estudios de Medicina y Derecho, primero como repetidor particular, luego como preceptor de nobles, lo que sin duda le ayudó en su ascenso.  En 1310 fue obispo de Aviñón, y sólo dos años después, 1312, Clemente V le nombra cardenal, por sus servicios en el Concilio de Viena.       
[Le recuerdo en su tumba, en su pequeña catedral pontificia de Notre Dame, en Aviñón. Un obispo como otro cualquiera. No sabía yo entonces que la cabeza de la estatua es prestada.]       
Sobrio y austero, su primer cuidado fue sanear la hacienda pontificia. Para lo cual no dudó en servirse de la cancillería, emitiendo bulas que se hacía pagar a buen precio. Esto baste por ahora, para no distraernos de nuestro tema.       

Las bulas de Juan XXII, personalizadas para Santa Clara, las agenció la fundadora doña Sancha Carrillo, viuda de Velasco. Sin duda le parecieron un requisito para prestigiar a su monasterio, que años más tarde dotaría con esplendidez.       
Las bulas son básicamente tres, todas de Aviñón:        
Por la primera, de 13 de agosto, el papa concede indulgencias a los que visiten la iglesia y hagan algún donativo o limosna al convento en las fiestas de la Virgen y de Santa Clara.       
Por la segunda, de 17 de septiembre, Santa Clara participa con los demás conventos de monjas de la orden, «llámense clarisas, damianitas o minorisas», exención total de diezmos, gabelas y demás tributos a autoridad eclesiástica ni seglar. Es por tanto un privilegio de carácter general, pero como digo, personalizado para las monjas de Medina.       
Ésta es la que podríamos llamar ‘la perla del Archivo’, por su importancia económica para tantos conventos de clarisas. Tantos, que de hecho tanta largueza se quedará en papel mojado, a tenor de los tiempos, y tambien de la estricta justicia, tratándose de conventos como el de Medina, ricos en posesiones y rentas. Además, ¿quién era el papa para dispensar en lo que no era suyo, la tributación al fisco y las cargas comunales? Santa Clara conservó sus bulas como oro en paño, e hizo bien. Pero pagar, lo que se dice pagar impuestos, vaya si pagó.       
Conozcamos la sustancia del documento:

Juan obispo, Siervo de los Siervos de Dios. A todas las dilectas hijas en Cristo, abadesas y conventos de monjas de clausura, llámense de la Orden de Santa Clara, o de San Damián, o Minorisas, Salud y bendición Apostólica.

Sacra nostra Religio, es nuestro deber sagrado: En atención al voto de pobreza voluntaria, con sus secuelas de necesidad, y a imitación del papa Bonifacio VIII,

por la autoridad de las presentes os concedemos la exención de diezmos de cualesquiera posesiones y demás bienes vuestros, tanto los presentes como los que por favor de Dios adquiráis en el futuro, o de contribuciones a las procuras de cualesquiera ordinarios, como también legados y nuncios de la Sede Apostólica, y de cualesquiera tallas y colectas, y que para nada estéis obligadas a prestar peajes, toloñas y demás exacciones a cualesquiera reyes, príncipes u otras personas seglares, ni podáis en modo alguno ser compelidas a ello.
Por tanto, a nadie en absoluto sea lícito infringir esta página de nuestra concesión, o con osadía temeraria ir contra ella, etc.

La bula se consideró tan importante, que hay también copia en pergamino, autorizada por Miguel, Obispo de Calahorra y La Calzada. «Hecha en Yanguas» (apud Jagues), el 6 de julio de 1319. [El Catálogo del Archivo, pág. 22, dice, por error, Jaca. Yanguas, en Soria lindando con la Rioja, sería la patria del obispo Miguel Romero de Yanguas (electo en enero 1313, fallecido en agosto 1325).]
 La primera de las bulas se complementa con otro documento apostólico muy significativo, también en Aviñón. El 17 de noviembre 1318, el  Patriarca de Antioquía, por autoridad Apostólica, amplía la indulgencia a los que visiten el monasterio de Santa Clara en diversas fiestas, y ayuden a la fábrica, iluminación, ornamentos, libros etc. Contribuciones materiales que indican la precariedad económica del convento, y eran como el preludio de la gran ‘refundación’ por obra de doña Sancha, en 1336/1337.
Un tercera bula, de 13 de junio de 1319, es la versión femenina de la fórmula general de privilegio confirmando libertades en inmunidades, en especial las pecuniarias seglares, que ya vimos en el Archivo de Santa Cruz de Medina.
Este documento (pergamino 34 del Archivo de Santa Clara), ofrece una curiosidad. Como los papas en las bulas sólo se llaman por su nombre, sin número de orden, algún anotador distraído confundió a este papa con otro, calculando el año de 1413, y así lo anotó a las espaldas. Basado en tal fecha, el Catálogo del Archivo atribuye la bula a Juan XXIII. Sólo que este Juan (Baltasar Cossa) no fue papa, sino antipapa. El verdadero papa entonces, al menos oficialmente, era Gregorio XII (1406-1415). 
Tranquilos. La bula es de Juan XXII. Santa Clara de Medina no debe bula a ningún antipapa.