por Jesús Moya
Antes de dejar a Juan
XXII, para pasar al siguiente ‘papa de Santa Clara’, recordemos otra
relación suya menos directa con esta Casa.
Me estoy refiriendo a un santo de un altar de la iglesia, al que
el pontífice, en los inicios de su carrera, siendo todavía don Jacobo d’Euse, instruyó y trató
familiarmente; y mucho después, muerto aquel joven discípulo y amigo, el que
fue su profesor, ya como papa, tuvo la satisfacción de canonizarle.
Aquel joven, fallecido a los 23 años como obispo de Tolosa, a una
edad en que los clérigos apenas se ordenaban de diáconos y presbíteros, se
llamaba Luis de Anjou,
hijo de Carlos II el Cojo,
rey de Nápoles/Sicilia, y sobrino-nieto de san
Luis IX de Francia.
No era, pues, la virtud del mozo (que nadie ponía
en duda), sino su condición principesca de un reino feudatario de la Santa
Sede, la razón de aquella precocidad episcopal. Con sólo 20 años, el papa san Celestino V le había concedido la administración
nada menos que del obispado de Lyon (1294). Cargo que el sucesor Bonifacio VIII anuló el año siguiente. Sin embargo,
bien pronto le nombra obispo de Tolosa (1296), por deseo del rey padre.
San Luis de Tolosa no se ofenderá si creo que, hoy en día y en
estos pagos, es un santo poco conocido y muy poco invocado. Pasa con muchos.
Pero, a diferencia de otros, éste da ocasión para recordar páginas muy
interesantes de la Historia. Es lo que, en honor suyo, vamos a hacer.
Es bien sabido que el Papado, considerando feudos de su propiedad
el Sur de Italia y Sicilia, para expulsar de la isla y de Italia a los
aborrecidos emperadores germánicos Hohenstaufen, puso la vista en Francia.
Así, reinando en Sicilia, y de hecho también en Nápoles, Manfredo de
Hohenstaufen, reñido con el papa francés Urbano
IV, éste le excomulga y destituye, a la vez que invita al francés Carlos de
Anjou, hermano del rey san Luis IX, a ocupar aquellos dominios (1265). Carlos
vence y mata a Manfredo, y es investido rey y coronado en Roma como Carlos I (1266-1285). Sin reproche de la
Iglesia, el francés hace cegar a los tres hijos varones de Manfredo, unos
pobres chicos a su merced.
Ahora bien, Manfredo era él mismo un usurpador. El rey legítimo de
Sicilia era, desde 1254, su sobrino Conrado II Hohenstaufen, llamado
‘Conradino’ (1252-1268), ausente en Baviera. El tío era sólo regente. Cuando el
mal aconsejado muchacho monta una expedición a Italia, el francés la vence, y
con la misma frialdad hace decapitar a Conradino en Nápoles, en la plaza del Mercado (20
de octubre 1268).
Con estos triunfos, ya Carlos sueña con conquistar Constantinopla
y ser dueño del Mediterráneo, siempre con la bendición de la Santa Sede.
Pero, cosas de la vida, le salió un competidor que dio al traste con aquellas
ilusiones. Pedro III de Aragón estaba casado con Constanza, hija y heredera de Manfredo. Razón
de más (entre otras), para no ser tenido en cuenta por los papas. Porque
también el reino de Aragón era, según ellos, feudo de la Iglesia, y por no
reconocerlo Pedro estaba excomulgado. Además, ni las cortes de Aragón ni las de
Cataluña estaban de acuerdo con aquella aventura mediterránea.
Pues bien, el 30 de marzo de 1282 estalla en Palermo la revuelta
antifrancesa de las ‘Vísperas Sicilianas’, que dieron al aragonés la
oportunidad de hacerse coronar como rey de Sicilia. La guerra entre Aragón y
los Anjou será larga, y fatal para esta dinastía francesa tan mimada por los
pontífices.
Carlos I tuvo como primogénito y heredero a Carlos II el Cojo
(1254-1309), con el título de Príncipe de Salerno. Fue brazo derecho de su
padre, que debiendo atender a sus dominios en la Provenza, le dejó al frente de
los asuntos de Italia. En un lance de la guerra, el Cojo comete la imprudencia
de enfrentarse a Roger de Lauria, almirante de la flota
aragonesa-siciliana, y en la mismísima bahía de Nápoles cae en una trampa y es hecho prisionero (junio de 1284). Llevado
primero a Sicilia, al morir don Pedro de Aragón, su hijo Alfonso III, para más
seguridad, le traslada a Cataluña.
El príncipe de Salerno, Carlos el Cojo, tenía entonces varios hijos legítimos varones:
1. El primogénito Carlos Martel (1271-1295), destinado a la
corona de Hungría, pero que muere en Nápoles víctima de la peste.
2. Luis de Anjou, o de Sicilia (1275-1298), o sea, nuestro San
Luis de Tolosa.
3. Roberto (1278-1344), que heredará el reino como Roberto
I el Bueno, o el Sabio. Está enterrado en la gran basílica del gran
Monasterio de Santa Clara de Nápoles, fundado por él y por su segunda mujer, la
beata doña Sancha de Aragón, o de Mallorca, hija de Jaime II. (La primera había
sido doña Violante, o Yolanda, hija de Pedro III de Aragón y de Constanza de
Hohenstaufen. Para que nos hagamos idea de por dónde iba la diplomacia matrimonial,
sin perjuicio del deporte de la guerra.)
4. Felipe (1279?-1332), príncipe de Tarento y de Acaya, con
otros títulos más bien vacuos, incluido el de ¡emperador de Constantinopla!
5. Ramón Berenguer (h. 1281-1305), conde de Provenza y del
Piamonte.
6. Juan (1283-1308), destinado al sacerdocio.
El año 1285 desaparecen de la escena de este mundo varios actores
principales:
En enero muere Carlos I de Anjou.
En marzo, el papa Martín IV. Le sucede Honorio IV, hasta 1287.
En octubre, Felipe III el Atrevido de Francia. Le sucede su hijo
Felipe IV el Hermoso, de 17 años.
En noviembre muere Pedro III de Aragón. Le sucedió en
Aragón/Cataluña/Valencia su primogénito Alfonso III (1265-1291); pero error o
no, Sicilia quedó segregada para el segundo, Jaime (1267-1327), al que sucederá
el tercero, Fadrique, como Federico I de
Sicilia (enero 1296), cuando aquél se convierta en Jaime II de Aragón (1291).
Recordemos de paso también aquí a la hija mayor de Pedro, Isabel de Aragón
(1271-1336), casada con el rey Dionís de Portugal, y que al enviudar (1325) se
retiró a su monasterio de Santa Clara y Santa Isabel en Combra, y en 1625 se
convirtió en santa Isabel de Portugal.
(A la otra hija doña Violante ya la hemos visto como reina
consorte de Nápoles, casada con Roberto.)
La muerte de Carlos I de Anjou planteó problema sucesorio, al
estar el hijo Carlos el Cojo preso, y así no se puede reinar. Al Papado eso le
preocupaba más bien poco, pues les venía mejor administrar y recaudar en
aquellos feudos eclesiásticos, directamente o mediante legados y gobernadores.
Al nuevo Carlos II no se le cocía el pan, por si al papa se le ocurría
traspasar el reino a otra dinastía francesa, los Valois, sin ir más lejos. Las
cortes de Aragón y de Cataluña, hartas de gasto y agresiones de Francia,
también pedían un arreglo. Eduardo I de Inglaterra se ofreció de mediador.
A un primer acuerdo se llegó
en Barcelona (febrero 1287), cuando Carlos II se declaró dispuesto a renunciar
a Sicilia. Esta cesión irritó al papa,
que lo anuló, y hasta se puso a recaudar un diezmo especial para lanzar
una cruzada y liberar al cautivo. En ello estaba Honorio, cuando en abril vino
a sorprenderle la muerte.
El cónclave sucesorio fue de lo más difícil: entre discordias y paludismo
–seis conclavistas murieron y el resto salió de estampía–, la sede vacante se
alargó cerca de un año. Cosa notable: sólo un cardenal se mantuvo impávido en
su puesto, y otros siete que al fin tornaron le eligieron papa por unanimidad
(febrero de 1288). Jerónimo Masci d’Ascoli (h. 1230-1292) no era un cualquiera.
Había sido el octavo ministro general de la orden de San Francisco
(1274-1279), luego cardenal, y fue el primer papa franciscano. Nicolás IV, papa
ejemplar, olvidado de sí mismo y deseoso de instaurar la paz en el mundo
cristiano. Eso sí, con los Anjou en el Sur de Italia y Sicilia, mejor lo malo conocido…
En julio, los interesados llegan al Pacto de Olerón (Bearne),
retocado luego más a gusto del papa. Alfonso de Aragón concedía a su prisionero
una libertad condicional ante Dios, puesto que Carlos, bajo juramento:
1. Renunciaba de nuevo a Sicilia.
2. Se comprometía a volver a la jaula aragonesa, si en término de
un año se rompía la tregua.
3. Pagaría a Alfonso 30.000 marcos de plata.
4. Como garantía y rehenes, entregaba a tres de sus hijos, junto
con un séquito de 60 personajes de cuenta.
Todo con la mano puesta sobre el santo Evangelio. Lo cual
cumplido, recobró la libertad (noviembre de 1288).
Sin embargo, una vez suelto Carlos, Nicolás IV le dispensó de
aquellos juramentos. Y no sólo por la suprema ‘potestad de la llaves’, sino
porque el único que podía admitir la renuncia a la investidura de Sicilia era
el papa. De hecho, el año siguiente le investía y coronaba como Carlos II rey
de Nápoles/Sicilia. Una declaración de guerra, que de hecho alargó el
cautiverio de los príncipes rehenes, desde octubre de aquel año hasta noviembre
de 1295.
Eran éstos Luis, Roberto y Ramón Berenguer, aunque otros ponen a
Felipe. Su confinamiento fue casi todo en Cataluña. El mayor, Luis, tenía 14
años.
No imaginemos a los tres jovencitos arrojados al horno de Babilonia,
o aherrojados en una mazmorra. Eran príncipes rehenes, en un sistema que
blasonaba de caballeresco, y dentro de los límites de sus confinamientos hacían
vida social.
Eran también unos chicos en edad de ser educados. Y aquí surgen
problemas, respecto a la formación intelectual de nuestro san Luis y sus
hermanos.
Del príncipe Luis a san Luis de Tolosa
Luis era provenzal y recibió su primera educación en Provenza. En
las ‘Vidas de los papas de Aviñón’, a propósito de la canonizacion de
Luis por Juan XXII, se dice que éste había sido maestro del santo: Jacobo
d’Euse, maestro de los hijos de Carlos, Príncipe de Salerno.
De Juan XXII se contaron historias de todo tipo. La de la autoelección, con ser
probablemente falsa, no es de las más absurdas. Peor las imposibles, como ésta,
que también circuló:
Jacobo d’Euse, hijo de un burgués de Cahors y joven ambicioso,
habiendo cursado en su país la Gramática y la Dialéctica, por consejo de un tío
suyo se dirige a Nápoles. Su idea era estudiar Derecho, la carrera más
prometedora, en aquel siglo. Hasta en el mundo eclesiástico, el jurista in
utroque (Derecho Civil y Canónico), era tanto o más considerado que los
mismos teólogos.
En Nápoles, el joven se confiesa con un franciscano, y de
paso le pregunta por alguna residencia para estudiantes. «Pero que sea baratita,
que voy justo de dinero».
El fraile le nota despejado, y pensando hacer buen fichaje
le tantea: «¿Te gustaría ser franciscano? Yo te puedo proteger, y harías
carrera.» «Mejor déjelo vuestra paternidad por ahora, el Señor no me llama por
ahí.»
El confesonario franciscano era toda una institución. Estos
frailes no inventaron la ‘confesión auricular’, pero la transformaron, de una
ventanilla de penitancia tarifada –tanto he pecado, tanto debo, menos las
indulgencias que aquí traigo–, en una terapia y guía de almas. Esto, para lo bueno. Fue también instrumento de exploración
equívoca, de recluta descarada, y de oficina de empleo, como prosigue mi
historia:
Aquel fraile tenía entrada en el palacio del señor Príncipe
de Salerno, don Carlos ‘el Cojo’, todo el mundo le llama así. Tal vez allí
tengan algo para él...
Pues sí, los tres principitos, Carlos Martel, Luisito y
Roberto, flojean en los estudios, y no les vendría mal un pedagogo. «Ojo, hijo
mío, no te hagas ilusiones. No una preceptoría propiamente dicha. Lo que buscan
es sólo un repetidor de lecciones.»
Así es como Jacobo se costea los estudios de Artes, Teología
y Derecho, se hace clérigo, y se le recompensa con algunos beneficios
eclesiásticos. De sus tres pupilos, el preferido de don Jacobo fue Luis, el
futuro san Luis de Anjou, o de Tolosa. Don Jacobo es ya como de la familia,
etc., etc.
Bonito, ¿verdad? Tan bonito como falso. Por aquel entonces
el principito Luis no estaba en Nápoles, sino en su Provenza natal. Y de allí
pasó casi directamente al cautiverio. Más cierto es que el doctor (que no
estudiante) don Jacobo d’Euse en Nápoles entró al servicio de los Anjou, y
llegó a ser canciller de aquel reino, en tiempos de Roberto I, el hermano menor
de Luis. De allí pasó a la cancillería papal de Aviñón. También con su chisme
morboso, pero que no viene a cuento.
Lo cierto es que el futuro Juan XXII tuvo rara habilidad
como jurista, y en la corte de Carlos II intervino con eficacia en el traspaso
de derecho sucesorio de Luis a Roberto, por la razón que fuese. La versión
oficial quiere que Luis tuvo vocación religiosa de franciscano, a disgusto del
padre, y de motu proprio renunció a la corona. Perfecto. Como compensación, se
le agenció la renta de la diócesis de Lyon, y más tarde la mitra de Tolosa.
Pluscuamperfecto. Que en todo ello jugó la mano de don Jacobo. Perfectísimo. Todas las aulas
regias medievales se rifaban a los hombres así.
Lo cierto también es que, en Cataluña, el piadoso príncipe
Luis tomó contacto con franciscanos. Nada raro en la descendencia del rey San
Luis IX. Sólo que estos franciscanos catalanes eran del ala ‘espiritual’, digamos, franciscanismo radical,
en la cuestión de la pobreza absoluta. La división de la orden a cuenta de ello
alcanzó puntos de violencia y de cisma. Y el futuro papa Juan no verá nada bien
a aquellos fanáticos de la pobreza, que hasta echaban en cara a la Iglesia de
Cristo el apego al dinero y los bienes de este mundo.
Luis muere en 1298, en olor de santidad. El padre, y el agradecido hermano Roberto, instan la canonización, otro santo en la Casa.
Su empeño en vestir el cordón franciscano había puesto en un brete a los superiores de la orden, ya en Cataluña, porque a Carlos II no le hacía la menor gracia. Mejor que frailes, clérigo, digamos obispo, cardenal a ser posible.
Una vez libre, en Nápoles, Luis implantó una pequeña comunidad franciscana en el Castillo del Huevo (1295). En todo el negocio, su agente bien pudo ser don Jacobo. El papa Bonifacio VIII impuso la condición de que vestiese el hábito sólo en secreto. Pero a lo que parece, fray Luis en Roma desafió al papa y al rey su padre, saliendo de Araceli en el Capitolio y paseándose por toda la ciudad en aquel avío.
Don Jacobo, una vez papa Juan XXII, no tuvo el menor inconveniente en inscribir en el álbum de los santos a su querido Luis, que sin duda alguna lo mereció.